Del metarrelato a los microrrelatos. Redefiniendo roles
La realidad es aquello de lo que
puedo hablar con el otro
Nicolás Bourriaud
La
muerte de los grandes relatos ha conducido a la preponderancia de lo visual en
detrimento de lo discursivo. La realidad se transforma en imágenes y la
fragmentación del tiempo en presentes perpetuos. Esta sobrecarga de lo
sensorial y de los simulacros, donde la mercancía se convierte en protagonista,
conduce a la pérdida del referente o del sentido de la realidad. Como diría
Andreas Huyssens «los estandartes y carteleras en sus fachadas indican lo mucho
que el museo se ha acercado al mundo del espectáculo, del parque de atracciones
y del entretenimiento de masas»[1].
El desplazamiento de lo discursivo deriva en la percepción del pasado como
conglomerado de imágenes espectacularizadas, donde cada vez es más difícil
emitir un juicio de valor que dé cuenta de una perspectiva histórica.
El sujeto ha perdido la capacidad de
organizar su pasado y su futuro en una experiencia coherente, por lo que sus
producciones culturales son cúmulos de fragmentos y de una práctica azarosa de
lo heterogéneo, fragmentario y aleatorio.[2]
Esta cita de Jamenson nos acerca a la realidad de lo que
ocurre en nuestro presente; un presente en constante reformulación, donde lo
que anteriormente eran verdades universales regidas por la razón, ahora se
convierten en posibles, fragmentadas y supeditadas al concepto de subjetividad:
los microrrelatos. Poniendo la vista en el escenario artístico se percibe,
derivando de este hecho, esta misma y coincidente reformulación; un panorama
donde lo importante no son los hechos, sino sus interpretaciones, como diría
Vattimo. Así como el tiempo depende de la posición relativa del observador, la
certeza de un hecho no es más que eso, una verdad relativamente interpretada y
por lo mismo, incierta. Este salto, que llega de la mano de la posmodernidad,
iba a traer consigo, no únicamente la reformulación de roles de cada uno de los
agentes integrantes del sistema artístico, sino que la propia naturaleza de la
obra de arte se disponía a recorrer un giro de ciento ochenta grados para
convertirse en un aquí y ahora, en un «site & time specific»[3],
en un metarrelato desgajado en miles de microrrelatos susceptibles de ser
interpretados. Pese a que Calderoni haga
referencia con la expresión «site-specific and time specific» a las prácticas
emergentes en los sesenta, donde el espacio expositivo se vio desbordado por
una producción que forzaba la estética tradicional creando dificultades y, como
designa Tommaso Trini, «una emergencia museográfica»[4],
esta realidad se dilata hasta nuestros días, situando el reto del arte en la
coordenada entre la libertad de los artistas y la inflexibilidad institucional
del espacio expositivo.
Atendiendo a la concepción de obra artística que desprende
el artículo «A Visual Machine.
Art installation and its modern archetypes» de Celant[5],
donde arte y arquitectura se conciben como receptáculos para la ilusión, como
excusas para mostrar, en apariencia, el poder de la imagen, y cuya razón de ser
es demostrar su propia existencia, es replegarse sobre sí misma, es el
simulacro del que nos habla Debord, deberíamos plantearnos si realmente ¿se han
agotado las posibilidades artísticas? El punto de inflexión se encuentra ahora,
y volvemos a los microrrelatos, en ese innecesario afán de formularse como
verdad universal –tal como hacía el metarrelato- que hace que la consistencia
artística persiga únicamente la verosimilitud, es decir, la capacidad de
hacerse creíble en el contexto determinado para el cual fue creado. De ahí, el
éxito rotundo del site-specific, del puro proceso de autosugestión y del
dominio del espectáculo con una tendencia a enfatizar el evento efímero. Pese a
ello, podemos decir que el discurso artístico, y en especial comisarial, se bifurca
hoy en una doble dirección: por un lado, como decíamos, incidiendo en el
desarrollo del proceso, escenificando desde que la idea se concibe hasta su
plena materialización cuando hablamos de site-specific, y por otro, como un
sistema estratégico de representaciones e interpretaciones que moldean los
significados culturales y la recepción de las obras, cuando se trata de
muestras más convencionales. En el primer caso citado, la identidad de la propia
obra artística recae en la importancia de su realización, de la concepción que
emana y finalmente, y en ocasiones, de su propia desaparición. El momento de
creación se convierte, a su vez, en el momento de realización y exhibición,
sucediendo todo ello en el mismo escenario expositivo, dependiente del tiempo y
construyéndose en función a él. Si hacemos referencia al segundo caso (muestras
más convencionales), asistimos a lo que Svetlana Alpers[6]
ha denominado «efecto museo», esto es, la mera acción de exhibir puede transformar
a cualquier objeto en arte. Las exposiciones, con sus discursos, construyen y amplían
el significado de los objetos y estructuran la experiencia del espectador que
los ve. Pero en este proceso de “ver” no sólo es el espectador quien ejerce
este acto, sino que, tal como apunta Tony Bennet[7],
es el «complejo expositivo», como aparato ideológico y mediático, quién mira al
espectador, siendo, a su vez, observado por éste. Ese mismo ojo que todo lo ve
es también el ojo visto por todos, pudiéndose traducir en pocas palabras como
un ejercicio de poder, donde éste (el poder) es, básicamente, conocimiento.
Desde la lectura gramsciana que propone Bennet, el estado
moderno vendría a ser un entramado de proposiciones éticas y educativas, el
centro neurálgico y pedagógico de la ciudad y el espacio expositivo, ubicado en
ese centro, un mero traductor de los intereses del propio estado, encarnando el
poder a través de su capacidad de articular discursos. Pero si el espacio expositivo en su conjunto
pretendía emanar directrices pedagógicas y ejercer control sobre sus
visitantes, cierto es que, volviendo a los nuevos géneros de arte público
(site-specific) es también el propio artista quien puede encarnar el rol de
pedagogo, replanteando estrategias estéticas en términos didácticos[8].
Es
el encargado de integrar ideas de la comunidad en el arte a través del uso de
los media, de la impartición de clases, de exposiciones puntuales, de
discusiones de grupo, de eventos educativos, de consultorios, de escritos… y todo ello integrado en el corpus artístico
y no como algo eventualmente separado[9].
Así pues, si una cosa resta clara de todo esto es que artista, comisario,
museo, crítico y, en especial, la propia naturaleza de la obra artística, se
metamorfosean y se redefinen constantemente para encontrar su lugar en el
entramado artístico.
Tiempos de arte
No es el
arte el que rige el tiempo,
sino el tiempo el que rige el arte
Isidoro
Valcárcel Medina
«¿Cuáles
son los modos de exposición justos en relación con el contexto cultural y la
historia del arte tal como se actualiza hoy?»[10],
se preguntaba Bourriaud, llegando a la conclusión de que el cambio en la
sensibilidad colectiva ha generado una producción artística que nos obliga a
pensar de manera diferente las relaciones entre el espacio y el tiempo. Al
adquirir/degustar una obra estamos comprando/probando una relación con el mundo
concretada a través de un objeto que determina por sí mismo las relaciones que
se producen como consecuencia de ese contacto, la relación hacia otra relación[11].
Y hablando de relaciones, de tiempo, de
espacio y de articulación de discurso no podemos dejar de lado a la síntesis
paradigmática de todos estos conceptos: el archivo. Michel Foucault definía al
archivo como el sistema de «enunciabilidad» a través del cual la cultura se
pronuncia sobre el pasado.[12]
La memoria se basa en las relaciones; no es un espacio determinado, en un
tiempo concreto, sino un particular conjunto de temporalidad y relaciones
espaciales que son dinámicas -aludiendo al concepto de memoria dinámica de Hans
Ulrich Obrist[13].
Así pues, al archivo, a parte de la memoria (mnemé o anamésis), se le
puede asociar otro principio rector como es la hyponema (la acción de recordar). Son principios que se refieren a
la fascinación por almacenar memoria y salvar la historia en tanto que contraofensiva a la «pulsión de muerte», una pulsión de
agresión y de destrucción que empuja al olvido, a la amnesia, a la aniquilación
de la memoria[14].
Recordar, como una actividad vital humana,
define nuestros vínculos con el pasado, y las vías por las que nosotros
recordamos nos definen en el presente. Como individuos e integrantes de una
sociedad, necesitamos el pasado para construir y ancorar nuestras identidades y
alimentar una visión de futuro[15]
Pero si nos centramos en la concepción de archivo
foucaultiana, éste no es
concebido ni como un conjunto de documentos, registros, datos, memorias que una
cultura guarda como testimonio de su pasado, ni como una institución que se
encargada de conservarlos. En Arqueología
del saber[16]
Foucault sostiene que el archivo es lo que permite establecer la ley de lo que puede
ser dicho, el sistema que rige la aparición de los «enunciados» como acontecimientos
singulares, haciendo alusión a los «enunciados» como a la «pura existencia», al
«afuera del lenguaje», al estado bruto. Así pues, los documentos deben
trabajarse desde su interior, fragmentándolos, ordenándolos, distribuyéndolos,
señalando elementos, creando discurso… y será en este proceso de conocimiento
donde el propio archivo emanará sus propios «enunciados». De ahí que Hans Ulrich
Obrist concibiera como contrarios los sistemas de funcionamiento de una
exposición temporal y de un archivo, donde en el primer caso la práctica
curatorial va en busca de la articulación de un discurso que se construye y se
genera durante el proceso, mientras que, partiendo de la ruina romántica, al
archivo hay que dejarle hablar por sí mismo, que él mismo genere discurso.
Partiendo de este hecho remitirnos a lo que afirma Jorge Blasco cuando alude a
la exposición de un archivo. Al interpretar un archivo con valor documental y
recrear la memoria construida, reconstruida y recitada hasta la saciedad, ese
documento se convierte en el reflejo de una versión de la historia, que acaba
sacralizando la memoria pero que, sin embargo, la convierte en estéril[17].
Tal como hemos señalado, el pasado se ha convertido en algo complejo de
administrar, percibiéndose como un conglomerado de imágenes que, pese a
confusas, son susceptibles de ser analizadas desde una multiplicidad de puntos
de vista, en correlación con esa pérdida de referentes universales y verdades
dogmáticas. El archivo se convierte pues, en el receptáculo de nuestra memoria,
en un lugar que la preserva y protege ofreciéndose como una de las mejores
formas para la construcción de microrrelatos sobre posibles pasados. Un uso
patrimonial de los documentos que configuran un archivo, si únicamente se
utilizan para narrar con literalidad sin expresar nada, acaban monumentalizados
y recitando el mismo discurso de siempre, agotando a la historia en sí misma: «se
construye un recuerdo como reafirmación de un discurso histórico»[18],
que en una era donde se han superado los metarrelatos, carece de sentido alguno.
Con el fin de evitar caer en la hipertrofia de la memoria, por citar un caso
remarcable, aludir al Archivo General de la Guerra Civil Española (AGGCE),
constituido como un «memorial-site» que se mantiene intacto tal como estuvo en
su día, sin una interpretación histórica narrada que lo obligue a exhibirse de
tal forma, sino más bien, un archivo abierto al público y susceptible de
discursos flexibles pero no encorsetados.
A modo de coda final
Y
reincidiendo nuevamente en aquellas primeras líneas en las que apuntábamos como
Jamenson define al sujeto moderno aludiendo a aquel que ha perdido la capacidad
para ordenar su pasado y su futuro en una experiencia coherente, muchos serán
los artistas que frente a ese conglomerado del que habla el autor y frente a los
procesos de abstracción tan presentes en el discurso contemporáneo, volverán a
lo físico, a la manía del orden, a la nostalgia evocativa, intentando recuperar
el concepto de memoria vinculado a la capacidad de recordar como actividad
humana vital que define nuestros vínculos con el pasado, para ayudar a
comprender el presente. Tal es el caso de Hans Peter Feldmann, Gerhard Richter,
On Kawara, Rosangela Rennó, Fernando Bryce, The Atlas Group, Christian
Boltanski, Hanne Darboven, Susan Hiller, Bernd & Hilla Becher, Thomas Ruff,
Andreas Gursky, Thomas Struth o Pedro G. Romero, por citar algunos ejemplos.
Nuevamente
si, como un pez que se muerde la cola, volvemos al inicio, donde apuntábamos
que el agotamiento de los grandes relatos ha hecho preponderar lo visual por
encima de lo discursivo, y que bien es cierto que la imagen ha desplazado a la
palabra; que donde antes encontrábamos un comentario artístico-literario ahora observamos
imágenes procesuales; que el teléfono móvil prefiere enviar fotografías que
escribir mensajes, y que las bibliotecas tienen sus días contados, no siempre
una imagen vale más que mil palabras. «Comprender un relato no es sólo seguir el desentrañarse de
la historia, es también reconocer estadios, proyectar los encadenamientos
horizontales del hilo narrativo sobre un eje implícitamente vertical», decía
Barthes[19],
y para dicha comprensión ¿qué mejor que la simbiosis entre lo visual y lo discursivo?
Tanto archivo como exposición, ambos con apoyo visual y generadores de discurso
textual, deben ser vistos, como apuntaba Blasco[20]
y no sin razón, como expresiones de una misma tendencia del ser humano: la
construcción de nuestra propia realidad mediante su análisis, gestión, control
y representación.
[1] Huyssen, Andreas. Twilight memories: marking time in a culture
of amnesia. Ed. Routledge, Londres, 1995, p.
64.
[2] Jamenson, Fredrick. El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado. Ed. Paidós,
Barcelona, 1991, p. 14
[3] Calderoni,
Irene. «Creating Shows: Some notes on exhibition aesthetics at the end of the
sixties» en O’Neill, Paul (ed.), Curating
subjects. Open Editions, London, 2007, p. 66.
[4] Citado por
Calderoni, Irene en «Creating Shows: Some notes on exhibition aesthetics at the
end of the sixties» en O’Neill, Paul (ed.), Curating
subjects. Open Editions, London, 2007, p. 64.
[5] Celant, Germano. «A
visual machine. Art installation and its modern archetypes», en Greenberg, Reesa.
et al. (ed.), Thinking about Exhibitions,
London/NY, Routledge, 1996.
[6] Alpers, Svetlana. «The Museum as a Way of Seeing» en Exhibiting Cultures. Ed. Ivan Karp and
Steven D. Lavine, Washington, 1991, p. 26.
[7] Bennett, Tony. «The
exhibitionary complex» en Greenberg Reesa et al. (ed.), Thinking about Exhibitions, London/NY, Routledge, 1996, p. 73-101.
[8] Lacy,
Suzanne. «Cultural Pilgrimages and Metaphoric Journeys», en Mapping the
Terrain: New Genre Public Art. Ed. Bay
Press, Seattle, 1995, pp. 39-40.
[9] Ibídem.
[10] Bourriaud, Nicolás. Estética relacional. Ed. Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2008, p. 56
[11] Ob.
Cit. Bourriaud, Nicolás, p. 58.
[13] Manacorda,
Francesco, Ulrich Obrist, Hans. «Archiving Time» en Manifesta Journal nº6. Monog: Archive: Memory of the Show, Silvana
Editoriale, 2008, p.p. 322-327.
[14] Guasch, Anna Maria. «Los lugares de la
memoria: el arte de archivar y recordar.» en Materia5, 2005. Disponible en: http://www.raco.cat/index.php/Materia/article/viewFile/83233/112454
[Consultado 28/05/2012]
[15] Huyssen, Andreas. «Monument and Memory in a Posmodern
Age», en Young, James. The Art of Memory.
Holocaust Memorials in History. Ed. Prestel, Munich, 1994.
[17] Blasco, Jorge. «Notas sobre la posibilidad
de un archivo» en Culturas de archivo.
Vol. 1. Ed. Fundación Tapies y Universidad de Salamanca, 2002, p. 64
[18] Ob.
Cit. Blasco, Jorge, p. 64.
[19]
Barthes, Roland. “Introducción al análisis estructural de los relatos” en El análisis estructural. Buenos Aires,
1977, p. 64.
[20] Ob.
Cit.