miércoles, 20 de marzo de 2013

¿Foto-performance? ¿Vídeo-performance? Documentar, o no documentar... esa es la cuestión.

            Atrás queda ya el concepto purista de que una performance se reduce a un acto efímero, una obra construida por el momento, la circunstancia y la experiencia vivida de aquellos pocos afortunados que estuvieron allí, y nada más; eso y sólo eso; una estrategia imposible de explotar económicamente. Las técnicas de reproducción –ya sea vídeo, fotografía entre otras- han adquirido tanta importancia en el mundo del arte de acción que, a veces –pero no siempre-, invaden la totalidad del espectáculo, dando lugar a performances concebidas básicamente como imágenes, hechas para ser vistas en foto o en vídeo (foto-performance, vídeo-performance) rompiendo así el contacto directo con el público, una de las bases fundamentales de las primeras manifestaciones de la performance[1]. Este hecho refleja como el lenguaje de la acción ha ido evolucionando, hasta casi desbordarse, y como un gesto/un acto realizado para ser fruido por un público concreto, o un gesto/un acto realizado para ser mostrado en foto o vídeo a un público concreto acaba siendo igual de válido, cuando lo que radica tras de sí es la voluntad de divulgar un mensaje configurado con un código intencionalmente estético a través de una acción. Los efectos serán diferentes y cierto es que se verá alterado el mecanismo discursivo pero, sea como fuere –la acción en sí, privilegiar al registro como soporte o registrar la acción para disponer, a posteriori, de un material residual- lo que resulta evidente es que el registro no agota al acto y que éste no existe independientemente de aquel, por lo que la documentación no debe verse como una agresión a la propia naturaleza y esencia de la performance sino como un reaprovechamiento de las cualidades que este lenguaje puede ofrecer y una ampliación del espectro comunicativo. La recepción será distinta en cada caso (acto, registro), trascendiendo la instancia de la acción para transformarse (si es que así sucediera) en objeto documental yendo, en ambos casos, dirigido a un público, real o figurado, que acabará consumiendo la acción, ampliando así el espacio privilegiado de la relación del autor con su espectador, donde se ponen en marcha las claves de la recepción estética de la obra. Así pues, como no podía ser de otro modo, la performance se ha aprovechado de las nuevas tecnologías para ampliar sus vías de transmisión y hacerse visible de forma directa o indirecta.
Tal como apunta Rodrigo Alonso[2] la dialéctica visible/invisible, decible/indecible, perceptible/imperceptible constituye uno de los tópicos del pensamiento del filósofo argelino Jacques Rancière. En su libro Le partage du sensible. Esthétique et politique, el pensador postula el fundamento estético de la política, sosteniendo que ésta se caracteriza por delinear regímenes de visibilidad y decibilidad. En sus propias palabras, "es una delimitación de tiempos y espacios, de lo visible y lo invisible, de la palabra y el ruido, lo que define, a la vez, el lugar y el dilema de la política como forma de experiencia"[3]. Consecuentemente, toda práctica artística, en la medida en que actúa sobre el terreno de lo visible o lo decible, sobre los espacios y los tiempos del decir, ver u oír, posee un efecto político necesario, siendo la performance actuada o documentada un brillante ejemplo de ello.


[1] FÉRAL, Josette, “La performance i els mèdia: la utilització de la imatge”, Estudis Escènics. Quaderns de l’Institut del Teatre de la Diputació de Barcelona, n º 29 (coord. por Glòria Picazo), Institut del Teatre, Barcelona, 1988, pág. 167
[2] ALONSO, Rodrigo, “Entre el documento y el espectáculo. El videoarte contemporáneo” en VV.AA. Tragicomedia (cat.exp.), Caja Sol, 2008.
[3] Jacques Rancière. Le partage du sensible. Esthétique et politique. Paris: La Fabrique, 2001