Atrás queda ya el concepto purista de
que una performance se reduce a un acto efímero, una obra construida por el
momento, la circunstancia y la experiencia vivida de aquellos pocos afortunados
que estuvieron allí, y nada más; eso y sólo eso; una estrategia imposible de
explotar económicamente. Las técnicas de reproducción –ya sea vídeo, fotografía
entre otras- han adquirido tanta importancia en el mundo del arte de acción que,
a veces –pero no siempre-, invaden la totalidad del espectáculo, dando lugar a
performances concebidas básicamente como imágenes, hechas para ser vistas en
foto o en vídeo (foto-performance, vídeo-performance) rompiendo así el contacto
directo con el público, una de las bases fundamentales de las primeras
manifestaciones de la performance[1]. Este
hecho refleja como el lenguaje de la acción ha ido evolucionando, hasta casi desbordarse,
y como un gesto/un acto realizado para ser fruido por un público concreto, o un
gesto/un acto realizado para ser mostrado en foto o vídeo a un público concreto
acaba siendo igual de válido, cuando lo que radica tras de sí es la voluntad de
divulgar un mensaje configurado con un código intencionalmente estético a
través de una acción. Los efectos serán diferentes y cierto es que se verá
alterado el mecanismo discursivo pero, sea como fuere –la acción en sí, privilegiar
al registro como soporte o registrar la acción para disponer, a posteriori, de
un material residual- lo que resulta evidente es que el registro no agota al
acto y que éste no existe independientemente de aquel, por lo que la
documentación no debe verse como una agresión a la propia naturaleza y esencia
de la performance sino como un reaprovechamiento de las cualidades que este
lenguaje puede ofrecer y una ampliación del espectro comunicativo. La recepción
será distinta en cada caso (acto, registro), trascendiendo la instancia de la
acción para transformarse (si es que así sucediera) en objeto documental yendo,
en ambos casos, dirigido a un público, real o figurado, que acabará consumiendo
la acción, ampliando así el espacio privilegiado de la relación del autor con
su espectador, donde se ponen en marcha las claves de la recepción estética de
la obra. Así pues, como no podía ser de otro modo, la performance se ha
aprovechado de las nuevas tecnologías para ampliar sus vías de transmisión y
hacerse visible de forma directa o indirecta.
Tal
como apunta Rodrigo Alonso[2] la
dialéctica visible/invisible, decible/indecible, perceptible/imperceptible
constituye uno de los tópicos del pensamiento del filósofo argelino Jacques
Rancière. En su libro Le partage du
sensible. Esthétique et politique, el pensador postula el fundamento
estético de la política, sosteniendo que ésta se caracteriza por delinear
regímenes de visibilidad y decibilidad. En sus propias palabras, "es una
delimitación de tiempos y espacios, de lo visible y lo invisible, de la palabra
y el ruido, lo que define, a la vez, el lugar y el dilema de la política como
forma de experiencia"[3].
Consecuentemente, toda práctica artística, en la medida en que actúa sobre el terreno
de lo visible o lo decible, sobre los espacios y los tiempos del decir, ver u
oír, posee un efecto político necesario, siendo la performance actuada o
documentada un brillante ejemplo de ello.
[1] FÉRAL,
Josette, “La performance i els mèdia: la utilització de la imatge”, Estudis
Escènics. Quaderns de l’Institut del Teatre de la Diputació de Barcelona, n º 29 (coord. por
Glòria Picazo), Institut del Teatre, Barcelona, 1988, pág. 167
[2] ALONSO,
Rodrigo, “Entre el documento y el espectáculo. El videoarte contemporáneo” en
VV.AA. Tragicomedia (cat.exp.), Caja Sol,
2008.